Madrid, junio 2013
La vespa no fue mi primera moto, pero sí la primera que estrené. La pagué en incómodos plazos, pero la saqué partido. Lo mismo llevaba en ella a mi novia embarazada que a mi hijo a la guardería. Estuvo conmigo trece años y se la vendí gripada a un guardia civil, después de que un experto de la benemérita le asegurara que iba como nueva. Alguna vez rozó el asfalto y alguna otro se encaró con un camión desorientado. Fué roja, blanca y amarilla. Como las historias que nos tocó vivir. Ni yo tenía freno ni ella podía apenas pararme. Y los municipales nunca supieron pedirme el carnet cuando no lo tenía. Y cuando lo hicieron les capee con la inteligencia necesaria, que debió de ser excasa. Siempre he querido volver a ella, pero las curvas y las rotondas me han llevado por otras rutas más cómodas. Cuando pienso en comprarme una me acuerdo de aquello que decía mi padre cuando le planteaba algo innecesario o fuera de nuestro alcance, que era casi todo: ¿para qué, si eso se rompe enseguida?
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