jueves, 27 de junio de 2013

Olvídalo

Madrid, junio 2013

La vespa no fue mi primera moto, pero sí la primera que estrené. La pagué en incómodos plazos, pero la saqué partido. Lo mismo llevaba en ella a mi novia embarazada que a mi hijo a la guardería. Estuvo conmigo trece años y se la vendí gripada a un guardia civil, después de que un experto de la benemérita le asegurara que iba como nueva. Alguna vez rozó el asfalto y alguna otro se encaró con un camión desorientado. Fué roja, blanca y amarilla. Como las historias que nos tocó vivir. Ni yo tenía freno ni ella podía apenas pararme. Y los municipales nunca supieron pedirme el carnet cuando no lo tenía. Y cuando lo hicieron les capee con la inteligencia necesaria, que debió de ser excasa. Siempre he querido volver a ella, pero las curvas y las rotondas me han llevado por otras rutas más cómodas. Cuando pienso en comprarme una me acuerdo de aquello que decía mi padre cuando le planteaba algo innecesario o fuera de nuestro alcance, que era casi todo: ¿para qué, si eso se rompe enseguida?

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