Son las doce y media del mediodía, ya no ha sido posible comprar una baguette, porque ya han cerrado la boulangerie. Me cruzo algunos apresurados lugareños con la suya apretada en la mano, caminando a la carrera hacia sus casas, donde seguramente ya llegan con retraso a la mesa. Probablemente comerán unas crudités y un trozo de camamber. Ya no queda nadie en la calle. Veo esta cortina y me sugiere una presencia al otro lado. Me siento observado tras ese visillo. Me acerco tanto al cristal que espero que surja repentinamente la cara de una anciana. Una cara áspera, de piel arrugada, pálida, con el pelo blanco y los ojos claros. Pero no aparece nadie. Tampoco huele a comida. Ni tan siquiera a pan. Otra vez será.
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