El
pasado martes 20 de junio asistí, por invitación de la Fundación Botín, a una
visita para artistas y gestores culturales de Cantabria, imagino que porque figuro
como titular de La Caverna de la Luz.
A raíz de mi aparición en una de
las fotografías del evento publicadas al día siguiente en el Diario Montañés,
he recibido un sinfín de chascarrillos, unos simpáticos y otros con la
consabida carga, por diversas redes sociales y en persona, con el tema de la supuesta
contradicción existente entre haberse manifestado abiertamente en contra de la
ubicación del Centro Botín (CeBo) en medio de la bahía de Santander (el lugar
en el que finalmente se ha instalado) y asistir a conocerlo o tan siquiera
visitarlo o poner los pies en alguna de sus exposiciones.
No es mi intención entrar en
polémicas, ni recabar “likes” o abrir ningún foro de debate. El único debate
que me interesaba sobre el tema era el sometimiento a la opinión de los
ciudadanos del hecho de ceder un espacio público a una entidad privada, y cual,
y ese nunca se produjo, usurpándose el derecho a los ciudadanos a opinar, una
vez más.
Vaya por delante mi oposición,
pasada, presente y futura, a la ubicación del CeBo en el Muelle de Albareda.
Esto no significa que tenga nada en contra de que la Fundación Botín tenga su
sede en Santander, aunque no sea “amigo”, ni haya hecho cola aún para sacar el
carnet de 2 euros que da derecho a entrar a las exposiciones gratuitas. Ojalá
se instalaran en Santander o en cualquier otro lugar de Cantabria otras veinte
Fundaciones y/o Museos, empezando por la Fundación Mapfre, que tan encomiable
labor está haciendo en el mundo de la Fotografía y que hace que varias veces al
año viaje a Madrid o Barcelona, por la calidad de las exposiciones que allí
programan.
El primer reduccionismo (que
quede bien claro que no digo simplismo) es sentenciar que quien no está de
acuerdo con algo, no es amigo o no lo comparte, no tiene derecho alguno a
visitarlo o ni tan siquiera a conocerlo por dentro, aunque sólo sea para opinar
de qué le parece el edificio. Y si lo hace signifique que ha pasado por el aro
o que ya “tragó”. Eso sería como decir que todos aquellos que visitan Auschwitz
están de acuerdo con el genocidio nazi o, simplemente (ahora si) que todos
aquellos que son “amigos” de la Fundación Botín simpatizan con todas las
prácticas bancarias de la entidad financiera que le da respaldo.
“Otra oportunidad perdida”
titulé la fotografía que colgué en las redes sociales de mi visita de ese día.
Al escuchar a Javier Botín decir
en el discurso de inauguración que éste era el legado de su familia a la bahía
de Santander, recordé que tras la frustración del Santander-Mediterráneo, se
cuenta que su abuelo manifestó un gran alivio, puesto que no quería ver desde
su promontorio una bahía llena de chimeneas humeantes y feos barcos cargueros
repletos de chatarra. Oportunidad que, como no, la oligarquía de Neguri atrajo
a la ría de Nervión. Y recordé que años después, en tiempos de su padre, esta
ciudad declinó la invitación de la Fundación Guggenheim y el celebérrimo
edificio de Gehry, que finalmente se instaló en la parte más depauperada de la
ria de Bilbao, cambiando definitivamente aquel paisaje desolador y el futuro de
la ciudad que lo acogió. Nadie sabe qué reducido club de sabios estuvo detrás
de la negativa santanderina… (ese debate tampoco se produjo).
Pero las palabras del nieto de
la saga no podían ser más clarificadoras: éste era el incomparable marco que
ellos soñaron para su legado. Por eso aquella cantinela del alcalde ingeniero,
ahora ministro de fomento, de que “o era ahí o no era”, como mantra para
demonizar a quienes nos oponíamos a su ubicación en un espacio de la ciudad que
no necesitaba otra acción que el soterramiento del tráfico y la extensión del
muelle al disfrute de los ciudadanos.
¿Os imagináis ese edificio en la
explanada de Varadero, dando la bienvenida a las miles de personas que a diario
llegan a nuestra ciudad por carretera, transformado un área de naves
semiabandonadas y dando oxígeno a una zona sobreedificada?
Porque al margen de la pregunta
de si te gusta el edificio o no, o si se comerá las obras expuestas en su
interior, está la cuestión de si transformará el espacio en el que ha sido
instalado y si su función será determinante para el futuro de nuestra ciudad…
Cuestiones que, por otra parte,
nada tienen que ver, ni nos van a impedir a quienes lo cuestionamos, la visita
a las exposiciones o actos que pueda programar, si despiertan nuestro interés.